El cardenal ha querido recordar al «Cura de Ars», consagrado enteramente a Dios y a sus feligreses, que murió el 4 de agosto de 1859, a la edad de 73 años. Beatificado en 1905 por Pío X, Juan María Vianney fue canonizado en 1925 por Pío XI, quien en 1929 lo proclamó "patrón de todos los párrocos del mundo".
Tambieñn ha destacado la importancia de la comunión y el trabajo conjunto dentro del presbiterio, subrayando que la fraternidad sacerdotal es esencial para vivir en plenitud el ministerio y fortalecer las comunidades cristianas. En línea con la exhortación apostólica Pastores Dabo Vobis del Papa san Juan Pablo II, ha recordado que el ministerio ordenado tiene una forma comunitaria radical y debe ejercerse en comunión con el obispo y los demás sacerdotes.
El cardenal ha resaltado la necesidad de aprender y renovar constantemente la espiritualidad y el compromiso sacerdotal, mirando siempre al ejemplo de grandes santos y, sobre todo, a Jesús. En un contexto de diversidad y complejidad dentro del presbiterio, ha invitado a todos a ajustar su camino y misión pastoral con generosidad y esperanza, siempre dispuestos a servir a la Iglesia donde más se les necesite.
Finalmente, ha animado a los sacerdotes a involucrar activamente a sus comunidades en el discernimiento y la toma de decisiones, promoviendo un enfoque sinodal que fortalezca la unidad y responda adecuadamente a las necesidades del Pueblo de Dios, y ha recordado la importancia de estar disponibles, sin reservas, para la misión, subrayando que la sinodalidad y la misión son esenciales para una Iglesia viva y renovada.
La carta concluye con un mensaje de esperanza y un llamado a seguir el ejemplo de San Juan María Vianney, presentando a Cristo como signo de amor y misericordia. El cardenal pide a Jesucristo y a María, Nuestra Señora de la Almudena, que sigan acompañando y renovando a todos los sacerdotes en su sí diario a la Iglesia.
Madrid, 4 de agosto de 2024
Queridos hermanos en el Sacerdocio:
La Iglesia os sigue necesitando. En la fiesta de san Juan María Vianney ponemos este curso y cuanto hemos vivido bajo su mirada y su intercesión. Su testimonio es una ayuda e impulso para la vida presbiteral de nuestra diócesis y un espejo en donde mirar hoy el corazón de nuestro sacerdocio.
Como veis finalizamos este curso con nuevos nombramientos al servicio de las nuevas necesidades. Aparecen llamadas diversas, parroquias necesitadas de nuevas presencias y una amplísima variedad de servicios y destinos que intentamos valorar con la ayuda de los obispos auxiliares, del consejo episcopal y la permanente del consejo pastoral diocesano.
Con san Juan María Vianney no quiero dejar de orar y agradecer a mis hermanos presbíteros por vuestra respuesta, dedicación y vuestro deseo de renovar en cada momento la misión recibida. Gracias por empeñaros silenciosamente en la vida de las comunidades en la que la Iglesia os ha puesto para cuidar y acompañar. El testimonio de este buen cura nos ayuda a redescubrir la misión que se nos ha entregado y la belleza de la llamada que el Señor quiere renovar en nosotros en cada momento. Tenemos ahora una nueva ocasión para ponernos delante de Él y ofrecernos de nuevo.
Es conveniente que, en cada momento, y también al final de un curso pastoral, ajustemos ante el Señor el camino concreto que, como presbíteros, desarrollamos al servicio de la única misión de la Iglesia. Para ello, los grandes santos nos ayudan, sobre todo, a fijar la mirada en el mismo Jesús y a escuchar de nuevo la llamada primera a entregar la vida dentro de un presbiterio, dispuestos a lo que Él nos pida en cada momento de la vida. No es rememorar algo, sino actualizar esa llamada al día de hoy, en medio de las alegrías y las penas de cada paso que damos. En medio de nuestras contradicciones es donde nos podemos convertir haciendo una entrega de nosotros mismo a Dios que nos acoge como lo hace en cada eucaristía.
Darlo todo no sólo fue un sueño del inicio de la vocación, sino que es la tensión en la que la misión nos coloca. Es el acto de fe que Cristo nos invita a dar en cada momento de la vida cuando le miramos a los ojos y le presentamos nuestra vida sacerdotal, en medio de su pueblo. Por ello, en cada momento de la vida podremos dejar que sea la confianza de la fe la que nos espabile y afiance la madurez del corazón. El Señor confía en cada uno de sus presbíteros, por eso nos inserta en una comunidad, dándonos fuerzas y dones a cada uno para que se desgasten y se siembren en el conjunto; no sólo en una comunidad, sino para el enriquecimiento de toda la Iglesia que es quien recibe nuestro ministerio.
El verano es buen momento para comenzar a trabajar personalmente algo que ya desarrollaremos el próximo curso. Pretendemos impulsar juntos la espiritualidad presbiteral desde la entrega sin reservas y la frescura que da saber que pertenecemos a un presbiterio, que somos no una superposición de comunidades o parroquias, sino que estamos todos entrelazados para ser colaboradores del obispo de modo que juntos demos respuesta a la única misión que el Señor nos encomienda potenciando así la comunión y sintiendo que caminamos juntos.
Es cierto que la realidad de nuestro presbiterio es diverso y complejo. Las situaciones personales pesan, los procesos de cada uno han de ser acogidos dentro de lo complicado de vivir la tensión entre las necesidades misioneras y las conveniencias personales. Pero siempre será necesario, principalmente, volver a la fuente y al ardor de la única misión desde una mirada esperanzada, generosa y siempre católica.
Aprender y renovar serán las herramientas que te invito a poner delante del Maestro para afrontar la ofrenda del curso que hemos terminado y para abrirnos al que llegará. Son dos actitudes básicas que nos ayudará a vivir el Jubileo, al que toda la Iglesia está convocada, y que nos podrá “en marcha” y “en salida” para acoger la esperanza que sólo Dios da. Será un momento de impulso, pues juntos celebraremos el paso de Dios por la historia de toda la Iglesia. Como sacerdotes nos debemos preparar interiormente para acoger este nuevo momento de la Iglesia. Lo haremos desde la oración, la renovación espiritual, la formación, la atención a las encomiendas que la Iglesia nos da y siempre desde el testimonio y la entrega de la vida. Aprender y renovar es el punto de partida.
1.- Aprender y renovar para caminar hacia un “nosotros” cada vez más amplio como Pueblo de Dios.
Nos colocamos desde el día de la ordenación en un presbiterio, en medio del Pueblo de Dios e insertos en una misión amplia y apasionante. Es por eso que ahora podremos alabar y agradecer esta compañía sacerdotal que el Señor nos regala como parte consustancial a nuestro servicio que siempre está cerca, con sus luces y sombras, pero siempre sosteniendo y pidiendo nuestra vinculación a su crecimiento.
En la exhortación apostólica Pastores Dabo Vobis, el Papa Juan Pablo II subrayaba que el ministerio ordenado tiene una radical “forma comunitaria” y, por tanto, sólo puede ser desempeñado en la comunión de los presbíteros con su obispo.[1] Por ello, es necesario que esta comunión entre los sacerdotes y con el propio obispo, basada en el sacramento del Orden Sacerdotal y manifestada en la concelebración eucarística, se traduzca en diversas formas de fraternidad sacerdotal concretas y visibles. Sólo así los sacerdotes podremos vivir en plenitud el ministerio y ser capaces de hacer florecer comunidades cristianas en las cuales se repita los prodigios de la primera predicación del Evangelio.
Es inmenso el servicio sacerdotal callado, las entregas silenciosas de tantos compañeros sacerdotes siempre en medio de miles de dificultades y cansancios. Esa es la estela más hermosa de la vida sacerdotal que ahora presentamos para agradecer y alabar a Dios por esa entrega concreta.
Para que sea renovada nuestra vinculación a este presbiterio y se haga alabanza necesitará que cada uno mire más allá de los límites personales o de grupo. Aprender a entretejer “lo mío” en el “nosotros” de toda la Iglesia y así entregarlo gratis, como gratis lo recibimos. Igualmente, para que la entrega se presente como alabanza es necesario dejarse acompañar por la Iglesia y estar siempre en actitud de salida y pobreza ante la única misión que siempre nos desborda pero que es en la que estamos insertos.
Renovar el envío que acogimos exige salir de nuevo de nuestro propio querer para estar siempre en disposición de ir al querer de Jesucristo, sabiendo que en él ponemos nuestra confianza, aún en medio de las pobres mediaciones que se nos presentan. San Agustín nos anima diciendo: "Salid, no permanezcáis dentro. Salid de vuestras obras para entrar en las obras de Dios; salid del amor propio para amar a Dios; salid de vuestra voluntad para hacer la voluntad de Dios".[2] Esa actitud la revitalizamos en este momento acogiéndonos unos a otros, a los laicos y a los hermanos sacerdotes y consagrados y consagradas. Eso es crecer en sinodalidad, en pertenencia al presbiterio y fraternidad sacerdotal, en “sentir con” la Iglesia y no sólo estar en la Iglesia.
2.- Aprender y renovar nuestro discipulado para estar disponibles, sin reservas, tal como expresamos al inicio de nuestro ministerio.
Esa es la fuente de nuestra alegría. Disponibles a Jesucristo, a la misión, al pueblo de Dios, a los más necesitados que se nos ha encomendado, independientemente de las dificultades y sacrificios que esto conlleva siempre.
La disponibilidad nos configura y nos coloca en algo que es fundamental: la humildad. Es verdad que un movimiento es complicado en una diócesis grande donde cada cambio implica cuatro o cinco más. Toda una cadena de disponibilidades que se hacen con el mayor respeto y consideración, pero siempre bajo la premura de la necesidad y lo acuciante de las exigencias de una comunidad que necesita de un presbítero y de otra que, no siempre entiende que ha de despedir al que tiene.
En este final de curso, tras los cambios y nuevos destinos, deseo agradecer la generosidad de quienes habéis sido dóciles y sin grandes dificultades, más allá de las renuncias normales, habéis acogido el pertenecer a una misión más amplia y eclesial. Gracias por ir a donde se os necesita. Son decisiones bastante consultadas y contrastadas. Los diversos consejos han estado trabajando y valorando muchas posibilidades desde hace varios meses, para evitar que se tomen decisiones poco valoradas, aunque siempre cabe la posibilidad de que sean imperfectas, pero siempre tomadas con respeto y pensando en lo mejor para las comunidades cristianas y los sacerdotes.
Gracias a cuantos habéis estado dispuestos a aceptar cambios de destino, viendo esto como parte fundamental de vuestro servicio a la Iglesia. "Un buen sacerdote es como un buen soldado, -apunta el papa Francisco- siempre listo para ser enviado donde se le necesite, sin apegos personales ni resistencias. La disponibilidad es una señal de verdadera fidelidad y amor a Cristo y a la Iglesia".[3] Gracias a las comunidades que acogen a los sacerdotes que llegan y a las que despiden a quien, enviado un día por la misma Iglesia, ha sido llamado ahora a servir en otra tarea. Es cierto que las relaciones personales nos implican y nos asientan en un lugar, pero el sacerdote, como parte de un presbiterio y una misión, siempre ha de mirar más alto.
Todo esto nos lleva a valorar la entrega, como en los tiempos difíciles del Cura de Ars. Es necesario que los sacerdotes, con su vida y sus obras, se distingan por un renovado testimonio evangélico que se expresa en la vida y en la disponibilidad. El Papa Pablo VI decía: “El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan, o si escucha a los que enseñan, es porque dan testimonio”.[4] Para que no nos quedemos estancados en el crecimiento de nuestro ministerio debemos preguntarnos constantemente: “¿Estamos realmente impregnados por la palabra de Dios? ¿Es ella en verdad el alimento del que vivimos, más que lo que pueda ser las preocupaciones del día a día? ¿La conocemos verdaderamente? ¿La amamos? ¿Nos ocupamos interiormente de esta palabra hasta el punto de que realmente deja una impronta en nuestra vida y forma nuestro pensamiento?”.[5]
Es un aprendizaje que os invito a hacer en concreto al preparar la semana de la Palabra que os pediré animar en septiembre, al inicio del nuevo curso. Será un paso común que se vivirá simultáneamente en cada comunidad y en toda la diócesis, que pretende disponernos juntos a la escucha de Jesucristo para que nos ilumine y nos calibre la forma de comenzar un año jubilar desde la Palabra de Dios escuchada conjuntamente.
3.- Aprender de nuevo y renovar nuestra vinculación a la misión única de la Iglesia.
Una misión que reconocemos que es de todos y que descansa en el papel del obispo que "es el administrador de la misión de la Iglesia y, como sucesor de los apóstoles, tiene la tarea de discernir los signos de los tiempos y guiar a su diócesis en la fidelidad a Cristo y al Evangelio" (Pastores Gregis, 11).
La realidad diocesana es amplia y llena de nuevos desafíos. No sólo necesitamos más sacerdotes sino además un cambio en la forma de organizarnos y de trabajar pastoralmente. Eso exige renuncias, cambios y respuestas nuevas. Necesitamos con urgencia orar juntos y escuchar la voz del Espíritu que dice: “¿A quién enviaré? ¿Y quién irá por nosotros?” (Is 6,8) en nuestro Madrid.
Ante realidades nuevas que van apareciendo en la diócesis, agradezco a quienes saben desinstalarse y, en confianza, dan una respuesta de fe, generosa, a veces dura, pero siempre presbiteral. Agradezco vuestro constante testimonio tanto en tiempos amables como en tiempos complicados y tensos. Sois quienes miráis más allá de vuestro envío actual y sintonizáis corresponsablemente con la mirada amplia y de más calado que es la diocesana. En este sentido agradezco especialmente a los sacerdotes que se atreven a dar un paso al frente para ir a las nuevas necesidades y “poco conocidas”, más allá de lo que “siempre se ha hecho” como el caso del servicio del SARCU que nos recuerda que en Madrid hay curas las 24 horas, o como en las capellanías de hospitales o residencias, en el CIE, en la cárcel o en tantos lugares nuevos aún desatendidos y que nos gustaría poder atender.
4.- Aprender de nuevo y renovar nuestro ministerio mirando al Pueblo de Dios.
Nuestro ministerio se define en relación con el pueblo y hemos de aprender a definir y sintonizar cada día nuestra identidad en un dialogo relacional con el Pueblo de Dios. Es quien nos enseña, sustenta y anima. La escucha activa y el diálogo son esenciales para entender las realidades que viven las personas y para poder acompañarlas de manera efectiva.
El Pueblo de Dios siempre es más amplio que la comunidad concreta a la que hemos sido enviados. Cada comunidad tiene dentro de sí esa llamada a ensamblarse en comunión con el resto y, al tiempo, manifestar la grandeza de toda la Iglesia en cada paso que da. Esa es la esencia de la diocesaneidad. No se trata de “actos o momentos” sino de vivir sabiendo que cada comunidad se inserta efectiva y afectivamente en la marcha de toda la Iglesia diocesana.
Es el Pueblo de Dios quien también nos configura, quien nos sustenta, pues es quien ofrece la ofrenda que presentamos, y el que siempre ora por nosotros y por las vocaciones al ministerio ordenado. Os animo a dejaros abrazar por la oración y el afecto del Pueblo de Dios que es el abrazo de la Iglesia. Y con él, en cada comunidad, aprender a involucrarnos en el ejercicio del discernimiento comunitario. “Les aconsejo que aprendan y practiquen el arte del discernimiento comunitario, valiéndose para esto del método de la “conversación en el Espíritu”, que nos ha ayudado tanto en el itinerario sinodal y en el desarrollo de la misma Asamblea. Estoy seguro de que podrán recoger numerosos frutos de ello, no sólo en las estructuras de comunión, como el consejo pastoral parroquial, sino también en muchos otros campos”.[6]
Involucrar a la comunidad en el discernimiento nos ayuda a los sacerdotes a tomar decisiones más acertadas y alineadas con las necesidades del pueblo. Al mismo tiempo establece un proceso participativo que busca implicar a toda la comunidad en la búsqueda de la voluntad de Dios. Lo lograremos a través de la escucha atenta, el diálogo sincero, la oración profunda, la sinodalidad y la atención a los signos de los tiempos. Este enfoque no solo fortalece la unidad dentro de la Iglesia, sino que también asegura que las decisiones tomadas reflejen auténticamente el sentir y las necesidades del Pueblo de Dios.
5.- Aprender y renovar nuestro ministerio desde la llamada a ahondar en la vocación sinodal de la Iglesia.
No es solo una teoría. La comunión, don de Dios, se expresa en concreto mediante los pasos y las estructuras sinodales que estamos llamados a reflexionar, desarrollar e impulsar. En este tiempo se nos está convocando a ahondar en la sinodalidad. Eso supone impulsar a nuestras comunidades para que cada bautizado se sienta llamado a participar en la misión de anunciar el evangelio con sus hermanos, como vocación fundamental de su vida. Si las parroquias y las comunidades no son sinodales ni se dejan renovar por este momento eclesial tampoco lo hará la Iglesia diocesana.
La Relación de Síntesis de la primera sesión de la XVI Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos apunta que las parroquias, a partir de sus estructuras y de la organización de su vida, están llamadas a concebirse “principalmente al servicio de la misión que los fieles llevan adelante al interno de la sociedad, en la vida familiar y laboral sin concentrarse exclusivamente en las actividades que desarrollan hacia dentro y sobre sus necesidades organizativas”.[7] Por eso es necesario que pensemos cómo ayudar a que las comunidades parroquiales sean cada vez más lugares desde los cuales los bautizados parten como discípulos misioneros y donde regresan para compartir las maravillas obradas por el Señor a través de su testimonio.[8]
Estamos llamados como pastores a aprender y renovar nuestra manera de acompañar a las comunidades, nunca absorberlas y, a la vez, disponer nuestro interior hacia la oración, el celo apostólico y el discernimiento a la luz del Espíritu para que nuestro ministerio se ensamble en las exigencias que la Iglesia pide hoy para ser “Iglesia sinodal misionera”.
Queridos hermanos; gracias por vuestra presencia, vuestra entrega y servicio silencioso, vuestra buena voluntad, vuestro afecto y vuestra comunión. El Cura de Ars consiguió en su tiempo cambiar el corazón y la vida de muchas personas, porque fue capaz de hacerles sentir el amor misericordioso del Señor. Hoy es vuestro anuncio el que urge y el que quisiera presentar a Cristo como signo de amor. Seguimos necesitando a los sacerdotes. Como en tiempos del Cura de Ars se precisa de la vida de cada sacerdote para que pueda ofrecer un renovado y vigoroso testimonio evangélico.
Que Jesucristo os siga acompañando y renovando cada día vuestro sí a la Iglesia. Que María, Nuestra Señora de la Almudena, nos impulse a aprender en cada momento a ser discípulos y a ser capaces de dejarnos convocar juntos bajo su mirada.
Con estos pensamientos y sentimientos recibid mi abrazo y necesidad de seguir sustentándome en vuestra oración.
+ José Cobo Cano
Cardenal arzobispo de Madrid
[1] Cf. Benedicto XVI, Discurso a un grupo de Obispos , 8 de febrero de 2007.
[2] San Agustín, Enarrationes in Psalmos, Ps. 31, Sermo 1, 7
[3] Francisco, Homilía en la Misa Crismal, 28 de marzo de 2013.
[4] Evangelii nuntiandi, 41
[5] Benedicto XVI, Homilía en la solemne Misa Crismal, 9 de abril de 2009.
[6] Francisco, Carta a los párrocos, 2 mayo 2024.
[7] Relación de Síntesis de la primera sesión de la XVI Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, 8, I
[8] Cf. Lc 10,17.