En la Misa de Gandullas, en la comarca del Valle del Lozoya y de la Sierra Norte de Madrid, hay este jueves, 21 de noviembre, una madre y sus tres hijos, una religiosa, una mujer vecina de Braojos y las «cinco magníficas», como las llama Jorge González, el párroco: Petra, Encarna, Paquita, María y Antonia. Son el núcleo duro, las que nunca fallan. «Si usted viene, nosotras también», le dijeron al sacerdote en septiembre, cuando tomó posesión de la parroquia.
—¿Cuántos habitantes sois en Gandullas?
—No llegamos a 50. No hay ni bar, ni supermercado, ni nada…
—Pero sí sacerdote.
—Sí, ¡lo más importante!
Ellas son las incombustibles, «ni que llueva ni que haga frío» las impide a acudir a la iglesia, un templo restaurado en los 60, nos cuentan, cuando se añadió un ala con una pequeña capilla —donde se celebran las Misas normalmente— y una salita para los encuentros. Grandes muros de piedra que aíslan del incipiente fresco serrano en Madrid, que a ellas, mujeres recias, parece no afectar aún mucho.
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A sus 91 años, Petra todavía no ha sacado el abrigo de invierno del armario; acude con una chaqueta —«mientras yo pueda andar, vendré a Misa»—, se arrodilla con cierta soltura para su edad durante la bendición con el Santísimo y, lo único, que no oye muy bien. «Háblale alto, que si no…», nos dice su hija, Encarna. La madre y los niños son, a su vez, nieta y bisnietos. Cuatro generaciones que aguantan la fe en un pueblo en el que los tres hermanos —Naiara, Edurne y Jesús— junto al nieto de Paquita, Juan, son los cuatro únicos niños. Y el padre de los hermanos, oriundo de Gandullas, Roberto, de 1977, fue el último niño nacido en casa, «con partera».
Naiara y Edurne están en Misa porque después tendrán la catequesis con sor Irasema, de las Hermanas Misioneras Catequistas. El futuro religioso de un pueblo que vive de la ganadería y del antiguo Centro de Comunicaciones por Satélite, puesto en marcha en 1967 gracias a un acuerdo con la NASA. Allí trabajaron, en sus tiempos, algunas de «las cinco magníficas», y en la actualidad, reconvertido como Espacio Buitrago y utilizado por Telefónica para reuniones de equipos de trabajo, eventos y visitas, sigue dando empleo a Gandullas —entre otros, a la madre de los hermanos, Miriam—.
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Virgen de la Paz
Toda una vida sin salir del pueblo. Vidas largas, porque «los cinco que nacimos en el 34 estamos aún todos vivos», hace cuentas Antonia. La guerra devastó el pueblo pero la iglesia quedó intacta. En ella se conserva la pila bautismal, del siglo XV. «Aquí nos hemos bautizado todas, hemos hecho la Primera Comunión, la Confirmación, nos hemos casado; a esta iglesia la queremos mucho», cuenta Paquita, que hace las veces de sacristana. «Me gusta estar un poco pendiente de la iglesia, que no falte nada». Tanto, que le ha arreglado el alba al nuevo párroco, un poco más largo de brazos que el anterior. «Ahora le queda perfectamente».
«Y cuando Dios quiera, pues nos quedaremos aquí», cierra Antonia el relato de Paquita. Volvemos la vista a la imagen de Nuestra Señora de la Paz, patrona del pueblo. Su fiesta grande se celebra el 24 de enero, y ese día, el pueblo se vuelca. El resto del año, reconoce Paquita, «no vienen mucho a Misa, pero fe hay, porque la gente cuando les pasa algo dicen “ay, Dios mío”, y si mientas a Dios, será por algo…».
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Además de Gandullas, Jorge González es párroco de La Serna del Monte, Braojos y Piñuécar. Ha habido días que ha celebrado la Misa él solo, sin pueblo; otros, que ha ido dos personas a la Misa dominical. «Un 6 de enero, día de la Epifanía, vino solo una señora de 81 años». «Con criterios empresariales, esto es una ruina, pero Dios lo ve de otra manera; desde el punto de vista de mantener la fe y estar con los últimos, sí tiene sentido».
Las niñas de Gandullas «se van a formar en lo que han visto en la abuela y en la bisabuela». Porque las cinco mujeres que acuden a Misa en Gandullas siguen siendo testigos de que Dios está vivo. «No vendrá la gente a Misa —dice el párroco en la homilía—, pero ven a Paquita, calle arriba, calle abajo hacia la iglesia». Y continúa: «Somos poquitos, no podemos ir a Roma de peregrinación, pero podemos regalar nuestra oración, nuestra presencia; rezar por mantener la fe en este pueblo». Y así, «esta es nuestra vida: que nuestros pueblos no pierdan la referencia de lo sagrado».
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«El hecho de que un sacerdote siga viniendo, de que suenen las campanas, que se celebren las fiestas, es un recuerdo constante de que Dios sigue vivo». Es, añade, «que la gente sepa que Cristo no está muerto». Como al sacerdote del milagro eucarístico de Cebreiro, a González le podría surgir la duda de «¿tú qué pintas ahí?», pero «las cosas no hay que mirarlas por la eficacia numérica, sino por la presencia de Dios; cuando hacemos presente a Dios de forma sencilla, hacemos algo grande».
«Vivir la fe en esta sencillez tiene una riqueza especial», concluye. Como un rosario rezado al unísono (aunque solo sean cinco voces) delante del Santísimo expuesto en una humilde capilla, en una cadencia de voces que se oye desde la calle. Así es la fe en Gandullas. «Cuidar de lo pequeño es la forma de garantizar que la Iglesia siga viva». Porque, como dice el párroco, «Madrid no acaba en la M-50». Hay mucha vida de fe oculta en la Madrid vaciada.
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