Carmen, de 98 años, ya no se levantaba de la cama. No comía y estaba todo el día dormitando. Residente de Santa María de los Ángeles de Torrelodones, tenía otra hermana, de 97 años, que no podía ir por sus medios a verla. Así que desde la residencia hicieron todo lo posible para que alguno de su sobrinos la acercara. Cuando las hermanas pudieron reunirse, Carmen salió de su letargo: «Alicia, te estaba esperando». A los cuatro días, murió.
La historia la cuenta Macarena Tornos, la directora de la residencia. Una pequeña —pero gran— muestra de cómo en este centro tratan de atender personalmente a cada residente, 34 en total, en sus necesidades. Esta es una de sus señas de identidad. Junto a ella, dos muy importantes: que los mayores se sientan escuchados y que sean tratados con cariño. «Se trata de cuidarlos como ellos quieren y necesitan».
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Y pueden afirmar que lo consiguen. «Hay quien nos ha dicho: “No me lleves al hospital, que me quiero morir en casa”». La consideran su hogar, un «hogar con corazón», como lo define la directora, un sitio en el que paliar su soledad, que en el caso en concreto del centro es mucha.
Santa María de los Ángeles nació hace más de 30 años como un centro residencial para personas mayores de la colonia de Torrelodones en tiempos estivales (verano, Navidad…). El entonces párroco de San Ignacio de Torrelodones, José Ramón Fernández Baldor, daba así respuesta a una necesidad detectada, que se formalizó en 1993 con la apertura de la residencia todos los días del año. Sus destinatarios siempre han sido personas en riesgo de exclusión por la soledad, los problemas económicos o familiares o la dependencia.
«No somos su familia, pero con el tiempo lo acabamos siendo», cuenta la directora. A Gloria, por ejemplo, lo que más ilusión le podía hacer el día de su cumpleaños era comer con Macarena y con el padre Gabriel, el actual párroco. Pues sus deseos se cumplieron. Alberto, que tiene mucho interés por la actualidad, puede comentar con Manuel, voluntario, las noticias cada vez que se encuentran.
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Luis es un apasionado del dominó. El día que lo descubrieron y que vieron que le hacía salir de su letargo aprovecharon otro voluntario para que jugara con él. «Hacemos esos vínculos», añade Macarena, para poder seguir dando respuesta a lo que los residentes demandan.
Un cuerpo de voluntarios, por cierto, que se nutre de la parroquia y del colegio diocesano San Ignacio de Loyola —obra también de Fernández Baldor, que cumplió el año pasado sus 60 años de vida—. Más de 50 personas, a las que se suman los chavales de FP del colegio que estudian Jardinería o Dependencia, y que hacen sus prácticas en el centro.
Los residentes tiene dos veces MIsa a la semana y, además, una pequeña capilla con el Señor, en una zona transitada y con la puerta abierta. Cercano, habitando en medio de todos. Además, cuentan con sala de podología, fisioterapia, peluquería, enfermería, médico...
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Una niña de la guerra, una cantante de ópera...
Y allí se pueden encontrar con vidas muy valiosas. Como la de Carmen, con 104 años, que falleció hace unos meses: «Dios se ha olvidado de mí», decía, con ternura. «Pues voy a rezar, que seguro que es por lo que estoy aquí». Otras veces: «Voy a rezar la coronilla de la misericordia a ver si me lleva».
O la de Rosa, en su época cantante de ópera, todos sus objetos más preciados en el alféizar de su ventana: un Niño Jesús, Historia de un alma de Santa Teresa de Lisieux, un belén, una foto suya de joven y otra con su madre, de niña. O la de Javier, que retoma poco a poco el contacto con una de sus hijas. «Ayudamos a cerrar heridas», resume Macarena.
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Signos de esperanza entre las paredes de esta casa que antes de ser residencia de mayores fue un el hotelito El Pazo. Como la historia de Carmen, que cuenta el párroco, fallecida el año pasado. Una niña de la guerra que fue enviada a Rusia, que se educó allí y creció, por tanto, alejada por completo de la Iglesia. Sus últimos días en la residencia fueron de «reconciliación con la fe y con el Señor; celebramos su entierro por todo lo alto».
Le interpela especialmente a Gabriel la historia de Maite. «Su última confesión antes de morirse fue tan bonita...». Se reconcilió con sus hijas, «lo necesitaba antes de morirse en paz», y pudo recibir los últimos sacramentos. «Cómo recibió la Unción y cómo comulgó», se emociona el sacerdote.
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No todos han tenido la suerte de estar tan acompañados. «Hay auténticos casos de abandono por parte de la familia». Al entierro de Fuensanta, por ejemplo, fueron el sacerdote, trabajadores y voluntarios de la residencia. Macarena cuenta que hay ocasiones en que el velatorio se hace en la propia residencia, y así también los ancianos pueden despedirse de su compañero. «No solo los acompañamos en vida, sino también hacia el cielo».
«Esta es la gran obra caritativa de la parroquia, la obra caritativa por excelencia», resume el párroco, que anima a involucrarse. Ahora se necesitan costureros para marcar la ropa de los ancianos. Una buena forma de comenzar. Como les dijo el cardenal José Cobo, arzobispo de Madrid, cuando visitó la residencia hace unos meses, «allí donde haya que cuidar personas, tiene sentido estar; la Iglesia quiere estar presente en todos los lugares para cuidar a las personas y ayudar a ser más humanos».
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