- Titulo: Infomadrid/Sandra Madrid. Fotos: Guillermo Díez
- Firma: El seminarista Guillermo Díez, tras sus experiencias misioneras en Calcuta, Addis Abbeba y en el Bronx: «Lo que me hace feliz es ayudar y entregarme a los demás»
El pasado viernes, 28 de marzo, Guillermo Díez ofreció su precioso testimonio de vocación a la misión en un encuentro organizado por la Delegación Episcopal de Misiones. Este joven, que cursa 5º en el Seminario Conciliar de Madrid, ha vivido diversas experiencias misioneras en Calcuta (2017), Addis Abeba (2018) y el Bronx (2019).
«A los ojos del mundo», relata Guillermo, «lo tenía todo»: una familia que le quiere, amigos, salud, estudios, trabajo… En definitiva, «era una persona feliz». Sin embargo, en su interior se hacía una pregunta: «¿Es esto suficiente para alcanzar una felicidad completa?». Con el tiempo, comenzó a sentir un gran vacío que intentó llenar con más fiestas, viajes, planes y placeres. «Cada vez me sentía peor y más desesperado», confiesa.
Todo cambió cuando su madre le regaló un libro de la Madre Teresa de Calcuta. «Fue lo único que, en ese momento, me dio esperanza». A partir de ahí, comenzó a leer más sobre ella, a ver documentales y a profundizar en su historia. Entonces sintió una llamada en su corazón, una voz interior que le decía que debía ir a Calcuta. En aquel momento, Guillermo estaba terminando sus estudios de Empresariales, pero algo en su interior le urgía a dejarlo todo, a salir de su zona de confort y a escuchar lo que su corazón le decía. «Dios siempre habla muy claro», asegura.
Enfrentado a la disyuntiva de seguir en su comodidad, con miedo e infeliz, o lanzarse a lo desconocido, decidió dar el paso. Así fue como llegó a Calcuta, donde vivió su primera experiencia con las Misioneras de la Caridad.
«La misión me robó el corazón»
Cuando llegas a Calcuta, la primera impresión es la de una ciudad gris, marcada por edificios antiguos, algunos en ruinas. Guillermo la describe como un lugar donde reinan el ruido y la suciedad, con basura en cada metro cuadrado de la calle y un aire cargado de polvo y contaminación.
En medio de esa realidad, Guillermo trabajó con niños víctimas de mafias, del tráfico sexual y de órganos, con adultos discapacitados, ancianos, leprosos y personas moribundas. «Porque en aquella ciudad mucha gente, muchísima, muere en la calle», explica. Por eso, una de las primeras casas fundadas por la Madre Teresa tuvo como propósito acoger a los moribundos, ofreciéndoles un lugar donde pudieran recibir atención, curarse o, al menos, morir dignamente, siendo tratados como personas.
También colaboró en un dispensario para leprosos. Recuerda casos como el de una mujer con el rostro quemado por el ácido que le arrojó su propia madre, o el de alguien con el pie hinchado tras ser atropellado por un taxi.
Sin embargo, en medio de tanta pobreza y sufrimiento, Guillermo encontró lo más importante de su vida: la certeza de que Dios existe. Descubrió que vale la pena estar cerca de Él, el poder de la oración y la importancia de vivir en conexión con ese Dios que ama y da sentido a todo. Pero su mayor hallazgo en Calcuta, «la gran perla de su vida», fue comprender que la verdadera felicidad está en ayudar y entregarse a los demás.
El sur del Bronx, «un nuevo reto»
Al volver a Madrid, un sacerdote le dijo: «Dios siempre habla en la rutina, en lo pequeño, en lo cotidiano y en el día a día». Con esa certeza en el corazón, Guillermo comenzó a trabajar en una multinacional y se unió a los encuentros de Generaset, un grupo del Seminario Conciliar de Madrid que ayuda a discernir la vocación. Mientras tanto, mantenía una intensa vida de fe: acudía a misa a diario, hacía voluntariado y, en vacaciones, se iba de misión. Porque, como él mismo reconoce, «la misión me robó el corazón».
Su segunda experiencia misionera lo llevó a Addis Abeba, nuevamente con las Misioneras de la Caridad. Allí atendían a niños con sida y discapacitados, además de acompañar a familias que vivían en chabolas. Al regresar, sentía que había vivido algo especial, que aquello le llenaba y que Dios le estaba diciendo algo… pero aún no sabía qué.
Al año siguiente, volvió a marcharse con las Misioneras de la Caridad, esta vez al sur del Bronx, en Nueva York. «Era un nuevo reto para mí», recuerda. Aquel lugar, con fama de ser peligroso y marcado por la presencia de traficantes, drogadictos y vagabundos, le sorprendió. Porque, en medio de esa realidad dura, descubrió a personas maravillosas que solo querían salir adelante.
«Dios me llamaba a ser sacerdote»
En este viaje, su misión se centró en un albergue y un comedor social para personas sin hogar. Un trabajo sencillo, marcado por tareas ordinarias y cotidianas. Lo extraordinario fue el encuentro con personas que, por increíble que parezca, sobrevivían en condiciones extremas. Niños atrapados en el mundo de la droga, historias de abandono familiar… «Vidas al límite que, en el fondo, solo pedían una oportunidad para cambiar». Fue en ese momento cuando descubrió que «Dios me llamaba a ser sacerdote».
Sin embargo, Guillermo confiesa que, de todas sus experiencias misioneras, «lo que más me impactó no fueron los pobres ni los sufrimientos que padecen», sino la entrega incondicional de las Misioneras de la Caridad y de los voluntarios que las acompañaban. «Las palabras conmueven, pero los ejemplos arrastran» —afirma—. Y es que, a pesar de las dificultades, estas religiosas lo dan todo: trabajan sin descanso, apenas comen, duermen poco… pero su fuerza no proviene de ellas mismas, sino de la oración y de su relación personal con Dios.
¿Por qué sacerdote?
Primero, descubrí que «ayudar es la gran perla de mi vida». Porque todos podemos hacerlo: materialmente, ofreciendo lo que tenemos; psicológicamente, escuchando a los demás; y espiritualmente, rezando por ellos. Pero solo hay una persona en el mundo capaz de llegar a lo más profundo, a lo más íntimo y sagrado del ser humano: el alma. Esa persona es el sacerdote. En este sentido, el seminarista destaca que «un sacerdote es capaz de ayudar al 100%», porque su misión es hacer de puente entre Dios y la gente. Es quien conecta la miseria humana que todos llevamos dentro con el gran Amor Misericordioso de Dios.
La segunda razón es sencilla: «Dios me llamó». Tan simple y claro como eso. Vivía con el corazón abierto, dejándome encontrar por Él, porque es Dios quien siempre nos busca. «La clave está en dejarse encontrar». En este sentido, Guillermo subraya que «Dios siempre responde», que «ninguna oración cae en saco roto» y que Él, siempre fiel, nos habla y nos llama a cada uno por nuestro nombre.
Sacerdote y misionero
Guillermo explica que su vocación tiene dos alas: por un lado, el sacerdocio; por otro, la misión. «No puede darse uno sin el otro». Dios no me llama a ser sacerdote sin ser misionero, ni a ser misionero sin ser sacerdote. En definitiva, «Dios me llama a vivir ambas realidades: sacerdote y misionero». Es cierto que «el Señor me ha llamado al Seminario diocesano de Madrid, porque esta es mi realidad». Dios me sedujo a través de la vida misionera, pero mi vocación se concreta aquí, en Madrid, donde vivo la fe en mi parroquia y en mi familia. «Sé que el Señor me quiere en esta ciudad, pero siempre con un corazón misionero».
A veces se ha preguntado: «¿Por qué irse de misión fuera cuando hay tantas necesidades en tu propia ciudad?». Y es verdad, «no es necesario irse lejos para ayudar». Pero hay una diferencia fundamental: «No es lo mismo hacer voluntariado que irse de misión». La clave está en que «la misión está ligada al anuncio de Jesucristo, el Dios hecho hombre».
«Lánzate porque merece la pena»
Además, Guillermo explica que «en Madrid se puede ayudar mucho», pero cuando te marchas a otro país, «sales de tu zona de confort, el corazón se abre más, te haces más humilde, aprendes a agradecer lo que tienes y creces como persona». Por eso, hoy más que nunca, «es importante recordar que la misión está en todas partes: en España, en África, en China y en tantos lugares donde aún no conocen a Cristo». En definitiva, «la misión es un don que Dios concede a ciertas personas para que cumplan su mandato de ir a todas las naciones y proclamar el Evangelio».
Por último, Guillermo lanza un mensaje claro: «Si sientes la vocación—ya sea al matrimonio, a la vida consagrada, al sacerdocio o a la misión—lánzate, porque merece la pena». En su caso, afirma con convicción: «Nunca he sido tan feliz como ahora». Y está seguro de que «Dios nos ha creado a cada uno con un propósito». «Yo he renunciado a tener esposa e hijos para poder entregarme por completo a la gente, 24/7». Porque, al final, «todos estamos llamados a una misión». La pregunta es: ¿cuál es la tuya? «Pregúntaselo a Dios».
«La Iglesia la formamos todos y todos estamos llamados a la santidad que nos da el bautismo. La santidad es comunión con Dios». Y concluye con una invitación: «Estamos aquí para construir juntos una Iglesia más unida, que refleje el amor de Dios». Porque «solo estando juntos podemos cambiar el mundo». Pero todo depende del sí de cada uno.