En su carta pastoral de esta semana, el Arzobispo de Madrid, Mons. Carlos Osoro, recuerda que “dentro de muy pocos días vamos a celebrar la Navidad, que es la fiesta de la Luz y de la Paz, del Asombro y de la Alegría, del Bien y de la Verdad, que se extiende por todo el universo, porque ‘Dios se ha hecho hombre’. De tal manera que la Luz, la Paz, el Asombro y la Alegría, el Bien y la Verdad, tienen nombre y rostro, por eso pongo estas palabras con mayúscula, el nombre y el rostro no es más que Jesucristo. Dios se hace hombre para que podamos estar con Él y también llegar a ser semejantes a Él. Dios desciende a nuestro mundo, se acerca a nosotros, viene a nuestro encuentro, nos interpela y nos invita a renacer con Él, en Él y desde Él. Dios vive en la ciudad de Madrid y en todos sus pueblos, pues tiene muchos testigos que saben que han de dar a conocer a Jesucristo, han de ser rostros vivos del Señor. Hombres y mujeres que se han encontrado con Él, lo han contemplado, conocido y viven desde este acontecimiento de gracia y amor, dejándose seducir por el Señor y conducir por su gracia y por su amor”.
“Personas y familias convertidas en verdaderas iglesias domésticas, comunidades cristianas e instituciones que están marcadas, desde lo más profundo de sí mismas, por aquél acontecimiento que comenzó en el portal del Belén, donde el Hijo Eterno de Dios se hace un Niño pequeño y se dirige a cada uno de nosotros. ¡Qué maravilla y qué prueba más grande de la presencia del amor de Dios en medio de nosotros! Dios ya no está lejos, no es desconocido, no es inaccesible, se hizo prójimo de nosotros y ha restablecido la imagen del hombre. Se hizo don, se ha dado por nosotros a sí mismo. Si hemos conocido al Señor y, muy especialmente, si lo acogemos en nuestra vida, se genera el compromiso de vivir en la comunión del Corazón mismo de Jesucristo”.
Para Mons. Osoro, vivir mostrando el rostro de Dios tiene como consecuencias “que nuestra ciudad tiene otra imagen, que no es momentánea, que cambia y renueva la vida misma, pues ya no hay caminantes que van al lado sin conocerse, ya no hay vecinos que se ignoran. Jesucristo, al transformar nuestro corazón, nos hace transformar la ‘ciudad’, nos hace construir la ‘nueva ciudad’. Pasando de ser esa ciudad de los que se ignoran a la ciudad de los que se llaman y se aman. Pasando de la ciudad de los sin nombre o del número a ser la ciudad en la que todos tienen nombre y rostro. Las consecuencias son tangibles. El humanismo cristiano engendra un dinamismo intenso para tratar al otro como hijo de Dios y hermano, como imagen de Dios que es. Y esta es la razón de que en nuestras calles, en nuestros barrios, en nuestros pueblos, y en todos los lugares donde habitamos, todo se renueva desde esa vida nueva que nos regala como gracia Jesucristo. Él está en nosotros, y por eso todo discípulo del Señor, en medio del mundo, engendra la fraternidad que genera la adhesión a Él, y ese cambio radical de estilo de vida supone ‘estar entre’ todos los hombres, desde un ir-desde y un ir-hacia”.
Por eso, invita a proponer y a promover “la cultura del encuentro, de la comunión y de la integración” dando “tres pasos en nuestra existencia”. Así, “somos enviados: hemos de vivir la vocación a la convivencia con los otros y con Dios. Tener esta conciencia de enviados es importante”. “El Señor se acercó a nosotros para que lo diésemos a conocer”, por lo que “urge que todos los hombres conozcan la alegría del Evangelio”. “Por ello dar y proclamar la ‘buena noticia’, que es el mismo Jesucristo, tiene que ser nuestra pasión”.
En segundo lugar, “para entrar en y por todos los caminos que transitan los hombres: siempre tras las huellas de quienes viven junto a nosotros, no para imponer, sino para proponer con nuestras obras; seguramente en algún momento necesitarán de palabras. Debemos ir a todos, conociendo todas las circunstancias, cogiendo siempre lo bueno y eliminando de nuestra vida toda forma de maldad, ya que quien es Bueno nos llama a transitar por la vida dándole a Él. Esta debe ser la tarea de nuestra vida”. Por último, “siendo testigos de la luz” ya que “Dios está en la ciudad, pero a menudo los que viven en ella no se han dado cuenta de su presencia. Y sin embargo, Él es la liberación y la Vida. No somos la luz, la luz es Él, pero somos testigos de la misma. Proclamemos con nuestra vida el año de gracia del Señor, que es año de amnistía, liberación, de abrir corazones, de quitar desgarros”.
Concluye invitando a sus diocesanos: “para hacer saber que ‘también Dios vive en la ciudad de Madrid y en todos sus pueblos’, esa Noche de Navidad, a las 12 de la noche, en todas las casas de las familias cristianas ‘encended una vela y ponedla en una de las ventanas de vuestras casas’. ¡Cómo cambia la ciudad! ¡Cómo cambian nuestros pueblos! Dios entre nosotros, Dios con nosotros. Y nosotros sus discípulos disponibles para darle rostro con obras y palabras”.