«Aquí lo principal es esto». Y la madre Lilian, superiora de las Hermanitas de los Pobres de la calle Almagro (entrada por Zurbarán), nos lleva a la capilla, mostrándonos cuál es el centro. El físico, porque el edificio se estructura en torno a él, y el espiritual. Jesucristo, pilar de una residencia que se llama Mi casa y que hace honor a su nombre: «No queremos que sea un asilo, sino la casa de los ancianos, que se sientan felices, que puedan disfrutar». En alguna ocasión les han echado en cara que los miman demasiado. «¡Pues para eso estamos!», dice, haciendo resonar su carinas: acoger a los ancianos pobres. Da mucha la paz la casa, observamos. «Es que está el Señor en medio», contesta la madre, con total naturalidad.
Sigue caminando por unos pasillos con suelos que relucen aunque se apura porque no todo está en orden. «Nos están cambiando las cortinas por unas ignífugas»; además, «estamos de obras para arreglar las goteras de la capilla», y luego que es día de diario y hay muchas cosas que hacer. Y esto, a pesar del apuro de la madre, le da más ambiente de hogar si cabe a la residencia (en la imagen inferior, la madre señala la primera piedra de la casa, del año 1875).
La mañana es animada para los 65 ancianos residentes, hombres y mujeres, a los que en breve se sumarán tres más. Hay médicos, psiquiatra, podólogo, peluquería… En la sala de fisioterapia encontramos a María haciendo ejercicios con Álvaro, que se acaba de incorporar a la plantilla de trabajadores. «¡Nos hace falta una enfermera!». Son más de 40 los empleados en Mi casa. «Les inculcamos el cariño y la atención a los residentes; nosotras estamos hoy, pero mañana no, porque nos cambian». De hecho, con ellos ejercen de manera muy patente el cuarto voto que hacen las hermanitas: el de hospitalidad, que es «sobre todo para los que tenemos más cerca».
En la casa, los ancianos —todos válidos hasta que van dejando de serlo, y entonces los bajan a la primera planta y les dan una atención más especializada— colaboran en todo lo que pueden. Ricardo, por ejemplo, prepara los cantos de las Misas, que celebran todos los días a las 12:30 horas. Otros ayudan en el «patatero», pelando patatas o lo que se tercie para las comidas; también hay personas en el lavadero, en la portería… «Ellos se sienten útiles y responsables de la casa». El pasado verano, el primero que la madre Lilian estaba de superiora en la casa, un grupito de hombres declinó irse de vacaciones, «¡cómo nos vamos a ir y dejarlas aquí solas!».
Visita del cardenal Cobo
Encontramos a un nutrido grupo de mujeres jugando al bingo y otros leyendo el periódico en círculo. «Luego discuten las noticias». En el ropero, donde arreglan ropas y cosen, las que hoy se han juntado no han podido evitar referirse a la noticia de la semana, casi del año, para la casa: la visita, el pasado domingo 25 de febrero, del arzobispo de Madrid, cardenal José Cobo. «Nos pusimos de gala», comenta Loli, una de las residentes. «Los mejores trapos», de hecho. «Fue muy amable, se reía mucho, nos hicimos fotos con él… Estábamos muy contentos, y yo creo que él también». Eso sí, «nos lo imaginábamos distinto, ¡es muy joven y muy delgado!, que siempre son más orondos…». En cualquier caso, «a ver si viene más seguido», expresa su deseo.
La llegada del arzobispo de Madrid fue, como todo en la casa de las hermanitas, pura Providencia. «No teníamos sacerdote para celebrar la Misa ese domingo», recuerda la superiora, «y habíamos estado llamando y llamando a ver quién podía venir». Entonces, cuando ya el tiempo se les echaba encima, recibieron la llamada del director de la Oficina del Arzobispo en respuesta a una invitación que le había hecho la superiora al cardenal Cobo para ir a su casa. «Fue una doble alegría: teníamos Misa el domingo, y además al cardenal».
Ese día «había una emoción que se podía palpar; todos los ancianos quisieron bajar a la capilla, todos le querían tocar». «Tuvo una sonrisa para cada uno, unas palabras, ¡qué cercano!». En la homilía les trasladó «palabras de entusiasmo: “tenemos que subir, ustedes son Iglesia”; yo nunca me había sentido tan parte, tan cercana, de la Iglesia de Madrid». «Nos dejó un gusto, un sabor de Iglesia». Al terminar, el cardenal les pidió que rezaran por la Iglesia, por él y por la diócesis. «Siempre lo hacemos, pero a partir de ahora, con otro sentimiento».
San José y los cuidados
Ya antes de entrar en la casa, hay una figura de San José con el Niño en brazos. Dentro, se replican en cada sala, en cada esquina. «Desde el principio, santa Juana Jugan [la fundadora] se confió a él». Y esta confianza la imitan las hermanitas hoy en día.
—Nos falta mantequilla.
—Pues ponle a san José un tarro.
«Y la mantequilla llegaba». O aquella Navidad en que no había canapés para todos. «Al salir de Misa, nos habían dejado en portería varias cajas». O cuando le pusieron a sus pies el único diente de ajo que les quedaba y de repente les llegó un palé entero de Alicante. Este miércoles hemos visto, en la cocina, ante la imagen del santo patrón, una botella de aceite y un kilo de café. «San José nunca nos ha fallado, ni en lo material, ni en lo espiritual».
Ese cuidado que perciben del santo lo tienen las Hermanitas de los Pobres con sus ancianos. «Los cuidamos nosotras hasta el final». Es literal, porque cuando se están muriendo, las hermanitas hacen turnos de madrugada de tres horas para que ni estén solos ni mueran solos.
Siguiendo su carisma fundacional, acogen a personas pobres, cuya pensión no les llegaría, ni de lejos, para pagar una residencia convencional. A veces, reconoce la madre Lilian, duele decir que no a alguien, pero no pueden «quitar la plaza a un pobre», que en realidad «son ricos porque se les cuida y se les ama». Nada que ver con la primera residencia de ancianos a la que entró la madre Lilian, en su Costa Rica natal. Fue tal el impacto por el estado de deterioro y abandono de las personas y las instalaciones que se prometió a sí misma que jamás volvería a una. «Y ahora no salgo», y ríe con ganas.
Acaricia y abraza a todo el que se cruza: a Félix, que nos enseña una foto suya en la que sostiene otra foto de Manolo Escobar, «su ídolo». «Yo le digo que la cambie por esta», y señala la madre Lilian a una del Sagrado Corazón de Jesús. A Paco, que tiene la «costumbre» de esconderse de todo en los bolsillos, «hasta el Niño Jesús y la Virgen de los belenes». A Rafael, que es de Quito y «buenísimo». A Inesita, «que va de la cama al sofá y del sofá a la cama, y le encanta escuchar música». A Consuelo, «siempre riéndose; es un caso»…
Echa la vista atrás la superiora, ella que tuvo su primer contacto con las hermanitas en un viaje del Papa san Juan Pablo II a Nueva York, que hizo una experiencia vocacional en la casa de la que ahora es superiora, «y aquí me quedé», que fue ayudante de maestra de novicias en la casa madre de La Tour Saint Joseph (Francia). «Ayudar a los ancianos me ha hecho más persona; cuánto recibo de ellos, de su sabiduría, de sus experiencias, de sus dolores, de sus tristezas… Se aprende mucho en el dolor», concluye.